"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

sábado, 27 de julio de 2013

Tres palabras, un color y un número. Algo así me dijo.

Alternaban entre la filmoteca y la biblioteca. El séptimo día de todas las semanas quedaban a las siete de la tarde en la cabina de la esquina. Todas las semanas, el séptimo día. La cabina de la esquina, justo enfrente del portal número siete. Allí, donde el reflejo los convertía en la primera maravilla.

Se pasó el verano desabrochándole el bikini después de leer todos los títulos de las películas de la estantería. Por orden alfabético, horizontalmente, de arriba abajo. Manías familiares, le decía.

Y todo por el suelo. La ropa, los zapatos, las películas vistas, los libros leídos, las copas vacías, el helado terminado. Sólo una estantería,  un cuadro y un DVD conectado a la pantalla. Alguien se había llevado los muebles, como en aquella película. “Mi vida sin mí”. Marcas en las paredes de todo lo que fue, lo que no será.

Lo bueno de los cuadros más abstractos es que esconden las historias más abstractas, más curiosas, las musas jamás conocidas. Lo bueno de lo abstracto es que no te lo pueden arrebatar, eso le contaba ella todas las noches, antes de que se tirasen en el suelo.

Seis tonalidades de azul. Seis. El cuadro tenía seis tonalidades. Las contaban todas las noches y siempre obtenían el mismo resultado. Nada de tonalidades infinitas. Y se enfadaban, querían siete. Querían el número de la buena suerte, querían el número del arcoíris. Cada noche inventaban una nueva historia mientras miraban el cuadro. Ese día le tocó a ella contar la historia del azul. Por lo visto, decía, existían personas que cuando dejaban de estar, seguían siendo. Lejos, pero eran. El azul representaba a todas aquellas personas que no estaban pero que eran. Le habló de las personas que se habían ido involuntariamente y que, automáticamente, se convertían en azules. Los azules. “El día que yo sea azul me quedaré en este cuadro a vivir, para ser y estar”.

El séptimo día de la siguiente semana no se presentó.

Ese día había siete tonalidades de azul.  Siete. Como las maravillas, como los días de sus semanas, como el número de la buena suerte, como los colores del arcoíris. Su arcoíris personal, como las fases lunares.


El día más azul del año. 

miércoles, 24 de julio de 2013

Rompiendo el espacio-tiempo

Y aquel pintor se hubiese inspirado en nosotros para hacer una de sus obras más brillantes y cuando escribieras el capítulo séptimo habrías pensado en mí. En las siete maravillas, en los siete días, en las fases lunares, en el número de la suerte, en el número de mis pestañas multiplicado por infinito, en los colores del arcoíris y, especialmente, en las siete tonalidades del azul.

También me hubieses querido en el capítulo catorce y en el último hubieses vuelto a por mí, nada de imaginarme en los rincones más oscuros de tu mente. Entraste en “Shakespeare & Co” y te sentaste en las escaleras a leerme con tu voz grave y rota, dejando eco y huellas en mi espalda. Y, esta vez, me leíste de verdad; literalmente.

Llegaste a contarme que ella lo olvidó todo y cuando se cruzó con él volvió a engancharse y él recordaba hasta el último día y ella, sin embargo, parecía que había vuelto a nacer. Me contaste historias de cometas azules que se mezclaban con el cielo y diábolos blancos que se confundían con las nubes. Me contabas que mis dedos eran teclas de un piano de cola negro y que cada vez que me tocabas me convertías en música, como por arte de magia. Pero yo ya lo sabía; tú, por completo, eras magia. O el día que escribiste que podías convertir mis vértebras en las cuerdas de un violín.

Al final has aparecido en forma de canción y he recaído en el sonido de tu voz que llevo echando de menos todos estos años, como si antes lo hubiese querido para mí. Como si.
Has vencido al espacio y al tiempo, has inventado la casualidad más esperada haciéndola realidad con tu magia y has creado la conexión y es ahí, justo ahí, cuando has roto las distancias.

Hablabas de todos los libros que te quedaban por leer y también de los que habían cogido polvo en tu estantería, en el suelo y debajo de la cama. Cigarros apagados por todas partes, las sábanas revueltas, las cortinas echadas y mis medias en el sillón llenas de tus carreras y tus metas por llegar hasta mí. Otra vez tu voz. Me quedaría dormida escuchando cómo me lees (y esta vez me refiero a una de esas páginas que hablan del paraíso, de peces en los labios, de huracanes en el pecho).

Ahora voy a la entrada principal, paseo aproximadamente unos doscientos metros y giro a la derecha. Calle Allée Lenoir. La pequeña diagonal, por allí. Listo. Voilà. La tercera división, en círculos cerrados, rodeándolo, rodeándote. Y andar siete pasos. Allí estás sin estar. Parece que para llegar a tu cielo tengo que saltar la rayuela. Tú siempre igual.

Te prefería en el café Old Navy del Boulevard Saint Germain que en Montparnasse aunque, reconozco, que su rascacielos me acerca un poco a ti y en su azotea he dejado tus marcas con tizas.


Te has quedado en Montparnasse, con mis letras, mis lágrimas y mis ganas de que vuelvas a llenar todo de humo. Y tu voz, bendita sea tu voz.

domingo, 21 de julio de 2013

Agujeros negros.

A mí las alturas y a él le daban pánico los agujeros negros. Me contó una vez que de pequeño sentía especial interés sobre el universo y que su madre le había regalado un libro sobre las galaxias, las estrellas y sus temidos agujeros negros. "De pequeña vi cómo se apagaba una estrella y me gustó". "Y un agujero negro, ¿qué es?"

Se aferró más a mí, como si fuese a irme, como si supiera que lo iba a dejar allí con sus agujeros negros; así fue. Lo que él no sabía es que me fui porque me tragó mi propio agujero negro y nunca lo supo. Lo que sí sabía era que nunca debí marcharme, pero quién va a ser más fuerte que un iceberg, quién. 

"En el libro leí que existían agujeros enormes en el espacio que se tragaban todo lo que estaba cerca de ellos. Hay muchos por las galaxias y pueden absorber todo el universo y si llegamos a ellos podemos viajar en el tiempo." 

―Ahora también tengo miedo yo.

Literalmente. Decía que existían, que ahí fuera existían demasiadas cosas que todos nosotros desconocíamos. Y que el universo, en fin, el universo podía plantearnos preguntas hasta volvernos completamente re-locos y absorber todos nuestros re-cuerdos. Nunca he sabido si realmente era cierto pero cada vez que me contaba una historia yo me la creía. Confiaba tanto en él que la noche de la playa llegué a pensar que acabaríamos dentro de un agujero negro o de un aleph o viajando por uno de los brazos de la Vía Láctea. 

Creo que los fantasmas de ella seguían deambulando por los rincones de su mente y por eso se asustó cuando le pregunté si quería volver al pasado. "Al pasado no quiero volver nunca", decía. 
"Sé que puedes pensar que puedo cambiar lo que diga o que puedo cambiar lo que piense. Pero yo te aseguro que voy a estar contigo siempre."

martes, 16 de julio de 2013

Las veces que nos fuimos.

Las personas se van de nuestras vidas dos veces. La primera vez es cuando deciden desaparecer, porque tienen que irse o porque se convierten en seres azules o porque estaban de paso. La segunda vez se van cuando, inevitablemente, empezamos a olvidarlas. Cuando empezamos olvidando su voz, su olor, el tamaño de sus ojos o lo más importante: cuando olvidamos cómo era nuestra vida cuando esa persona estaba aquí. Cuando olvidamos todo esto, entonces (y sólo entonces), se van de verdad y no vuelven. 

Y por esto escribo, para que los grandes no se vayan nunca.

lunes, 15 de julio de 2013

De cuando me giré entre la gente y eras tú.

Me has atravesado, vertical y transversal. 

La noche de incendio que provocaste en Madrid la estuve esperando una eternidad y tú ni siquiera prestaste atención. Y mi grito perdió su eco en esa calle estrecha que veía cómo te alejabas cogido del brazo de vete tú a saber quién. Me hubiese ofrecido a ser tu cualquiera aquella madrugada, hasta dijeras que no daba para más. 

Siendo sincera, me hubiese enganchado de tu mano y te hubiese sacado de aquel bar oscuro que no me dejó ni escuchar tu voz, el bar donde perdí el miedo a las alturas cuando te vi llegar. Te habría alejado de las copas en las que decidiste que era mejor ahogarse solo. Y aunque la historia hubiese durado un número efímero de horas nocturnas yo me hubiese quedado hasta el final, hasta que el telón tuviese que bajar y hasta que las alturas volviesen a darme pánico, como tú. 

Lo que no sabes es que esa noche habrías tenido un millón de estrellas fugaces delante de ti, de esas a las que pides deseos que siempre se cumplen; tampoco sabes que desde el Templo de Debod te habría hecho sentir como Summer y Tom, sentados en un banco memorizando cómo amanece Madrid y grabando a fuego todos esos rincones que ya nunca serán descubiertos. Y, por supuesto, habríamos muerto de magia. 

Ahora has preferido irte, como quien no quiere la cosa. Has fotografiado uno de tus paréntesis y me has colocado dentro y poco más. Y ni un hasta luego. Por no hablar de tus buenas noches, de tus inexistentes buenas noches. Todavía estoy esperando que dejes de escribirlas para que vengas a dármelas o a hacérmelas o, al menos, que lo hubieses hecho en la madrugada de Madrid o yo qué sé. Siempre he sabido que querías algo de mí y ni siquiera ahora (y con ahora me refiero a este momento en el que ya no estás) sé lo que buscabas. Ni por qué yo ni por qué mi nombre ni por qué nuestra música. Nuestra música, es bonito. 

Por cierto, el veinticuatro te sienta bien. 

Supongo que me alejo de los monstruos porque no vas a venir a matarlos, supongo que ya no te aviso cuando reaparezcan por aquí. Siempre vuelven, aunque eso ya lo sabrás. 

Te hubiese reparado y me hubiese quedado para matar los monstruos, por ti y contigo. 

sábado, 13 de julio de 2013

Creo que esto habla de héroes y de cosas eternas, pero no me hagáis mucho caso.

Hoy escogería "Cuenta conmigo" como la película de mi vida. Habla de héroes y yo tengo la sensación de que tengo cierta fijación por los héroes, por los que perduran y creo que para ser eterno hay que dejar de ser. "Eso pasa a veces, los amigos entran y salen de nuestras vidas como camareros en un restaurante". 

No sé si me parece que fue ayer o realmente fue ayer. El caso es que estábamos sentadas en sofás y sillones, al rededor de una mesa (no sé qué mesa, no sé qué sofás ni qué sillones pero allí estábamos), hablando del tiempo, de los amores perdidos, de los amores que siempre hemos cambiado con las sábanas, de que alguna vez envejeceremos con alguien, de los próximos veranos, de los conciertos que venían, de Madrid probablemente, de las cenas futuras y de personas que se habían ido de nuestras vidas porque, en fin, estamos siempre yendo y viniendo.  
No sé qué día ocurrió exactamente porque nos reuníamos tanto que he perdido la cuenta y más ahora que no hay reuniones ni quedadas ni fotografías.  
A veces escuece y otras veces pasa sin más, la vida sigue y todos somos prescindibles para todos. Hoy es uno de los días que escuece. A lo mejor porque es verano y habíamos soñado estar en Gran Bretaña o a lo mejor nada tiene que ver, simplemente escuece sin más. ¿Quién me iba a decir que sin mover un dedo iba a quedarme sin noches de verano? ¿Quién nos iba a decir que nos convertiríamos en eternas con tanta facilidad? 
Los gigantes caímos igual que las únicas e inseparables y algunas personas de colores se han desteñido. Qué grandes y qué poco queda. Y ahora hacemos como si nada, como si fuera normal que no queden historias que contar, como si los días raros fueron los que pasaron y todo esto es la vida que queda. Sí, esto es lo que hemos dejado. Pero, ¿sabéis qué duele? Llegar todos los días aquí y encontrarme de frente con fotos y fotos de todo lo que fuimos. Sin separaciones, un bloque, una unidad. Lo que nunca será.  
Y ni siquiera notáis el vacío, ni siquiera tenéis recuerdos nítidos y yo me acuerdo de todo. Y os escribo para que no se pierda la eternidad y para demostrar que los héroes de carne y hueso también pasan a la historia.  
Toda esta carta, nota o texto viene por dos motivos: el primero (y no por ello más importante o tal vez sí) es que no tiréis a la basura vuestros nuevos pilares. Con nuevos pilares me refiero a que no perdáis el nuevo punto de apoyo que habéis encontrado en vuestra vida, no desperdiciéis aquello a lo que os estáis aferrando, por favor. Repito que todos somos prescindibles pero no volváis a perder el equilibrio; el segundo motivo es que no olvidéis. Simplemente  no os olvidéis de todos estos años. Aunque tengáis un mal sabor de boca, aunque no sepáis perdonar, aunque ahora penséis que todo va mejor (y de verdad que espero que os vaya todo siempre mejor), aunque sólo sea por la playa o los viajes o los conciertos o la música o las películas o las cenas o las ferias o los inviernos. No olvidéis nada y no nos olvidéis.  
Aunque pasen cien años siempre nos voy a echar de menos. Siempre. 

martes, 9 de julio de 2013

De lo que habría pasado si.

Creo que la historia de Oliveira y la Maga es digna de ser recordada. Todas las historias deberían estar escritas en una novela y ser convertidas en eternas. Y sí, creo que el amor verdadero es el que se va, es el que dura, es el que permanece y cuando quieras que vuelva sólo tienes que volver a imaginar a esa persona, imaginar que te la cruzas, imaginar que la miras, imaginar que la sueñas. Y ahí está la magia: en no pertenecerse nunca más, en soñar que un día cualquiera os vais a cruzar por las calles más oscuras de París. La persona que, de repente, se convirtió en el para siempre de la historia.

Quiero no quererte, ni tenerte, ser sin ser, estar sin estar, como hasta ahora, como nunca y como siempre y así (y sólo así) podemos hacer legendaria la historia. 

Oliveira llevaba razón, París nos destruye y tú eres como París. Destruyes, enriqueces, arrasas y me arrastras hasta el final. Y así fue como se encontraron, cuando dejaron de buscar, cuando dieron por perdido hasta lo que nunca llegaron a tener. Y más magia, lo inimaginable. Siento que estoy dentro de la historia y que un día él se levantará y dejará de verla por todas partes para encontrársela de frente, ahí, en el Ponts des Arts esperando a que ocurra nada para que cambie todo. Fumando, mojada, tiritando, esperando la casualidad de su vida, la más grande. Entonces él volverá a mezclar la realidad con la memoria traicionera y todo quedará en el encuentro fortuito y efímero. Y nada más. Pero, ¿qué más da? ¿Quién quiere alargar la historia que ha llegado a todos los rincones de nuestros cuerpos? ¿Quién quiere más si cuando llegas al último capítulo éste mismo te devuelve al principio y termina convirtiéndose en un sinfín de palabras con significados variados según la noche? ¿Quién quiere, realmente, un final con final? 

El mundo es un pañuelo y Buenos Aires y París nunca estuvieron tan cerca. Y yo (te) aseguro que la ventana desde donde se veía la rayuela (te) llevaba hasta el cielo. Y, ya sabes, el cielo está donde tú prefieras y el mío es tu habitación y el suyo era París y el de ella era Buenos Aires. 

No me preocupo porque nada nos separa, porque tú nunca llegas del todo, te quedas ahí en medio, lo calculas todo (incluso la distancia) y cuando el mapa de tu cabeza está terminado decides quedarte o irte y te odio por ello y te dejo de odiar. Si nunca te quedas, nunca te irás. No te quedes, ya me quedo yo por los dos. 

No sé qué ha sido de la Maga, pero fue, ¡por supuesto que fue! Fue porque nadie inventa a una persona llamada Maga o Lucía y hace como que no existe, porque es imposible cruzarte con la magia personificada e insistir en que sólo es una invención de todo lo que no ha sido. Y Cortázar se sentó con su Maga personal a observar las nubes y se quedaban allí años luz y se miraban y poco más. Pocas palabras, demasiado que decir y no quiero imaginar todo lo que dejó sin escribir. 

Un día decidieron separarse sabiendo que volverían a encontrarse, lo hacían muy a menudo porque sabían que terminarían en el mismo café, en la misma esquina o en el mismo puente. Desafiaban al destino y a las casualidades y siempre se encontraban y terminaban en la cama y cuando él se fue... Bueno, de eso no sé mucho más. (Pero volvió, las personas nunca nos vamos del todo. O eso me gusta creer).

Que nadie me venga a decir que no volvieron a verse nunca más, por favor. ¿Cómo no van a volver a tocarse, a sentirse? Y tú no te vayas a separar de mí ni a juntar, tú quédate quieto que yo me encargo de que te quedes mirando como un imbécil sin saber qué hacer ni qué decir. 

Personalmente, no puedo preguntarle a Julio Cortázar qué pasó porque, en fin, no llegamos a coincidir en tiempo y espacio; tampoco pienso investigar sobre la verdadera historia porque es mejor dejarse llevar por la imaginación y por la visión que tenemos del amor o llámalo X; tampoco espero contestación a la carta que le dejé en París pero sí que sé que las rayuelas te llevan al cielo y que su cielo se llamaba Maga. Y tiró la piedra y cayó en el número correcto de la calle correcta de la ciudad correcta y allí estaba. Con sus medias rotas, su cigarro consumido, sus lágrimas y su pelo mojado. Allí estaba. Las piedras no sólo están para tropezar, a veces nos llevan hacia el camino indicado. Y los recuerdos son dibujos hechos con tizas en el suelo y casillas de colores y que cuatro simples líneas pueden llevarte a la eternidad. 

"Te prometo una cosa: acordarme de vos a último momento para que sea todavía más amargo."

Y tú sigue parando el tiempo en abril.

domingo, 7 de julio de 2013

(Com)partir.

Yo sabía que se iba a morir de amor desde que le arrancaron la mitad de su vida, de su existencia, de sus años, de su historia, desde que su todo se quedó en nada. "Son las mitades las que te parten por la mitad". Y me ha cogido la mano gritándome un "no te vayas" y yo yéndome, como siempre. 

Se le ha olvidado sentarse a mirar la televisión porque la otra parte del salón se ha quedado vacía y ¿quién quiere mirar la televisión solo si llevas una vida compartiéndola? Como compartían las comidas, la habitación, las sábanas, los veranos, los inviernos. Como cuando él paseaba cerca de ella y ella se bañaba en la piscina esperando a que volviera. Como cuando ella aprendía a leer o hacía crucigramas o juegos para la memoria y él simplemente estaba ahí, a su lado. A su lado. Lo increíble que tiene que ser envejecer con alguien. Y ya no está, pero es. Siempre va a ser. 

Ahora todo se ha quedado frío. Y me mira y empieza a llorar y se termina rompiendo y yo intento coger los pedazos y recomponerla pero es más fuerte que yo. La mirada perdida, la voz muda, las manos temblando, las ojeras infinitas, la cara delgada y otra vez empieza a llorar. Romper a llorar, más cierto que nunca. 

De verdad que no puedo, que intento hablar de ella para que algún tipo de fuerza la haga invencible pero sólo me la imagino echando de menos a todo lo que fue y no será y me la imagino muriendo literalmente de amor. Morir de amor. Morir de amor por alguien que se ha ido, no lo soporto. 

Poco a poco se está volviendo azul y no sé si es horrible ver cómo una persona comienza a ser azul o si es maravilloso. 

Yo quiero que sean siempre.